Camino por la Plaza del Congreso, elevo la mirada y
me encuentro con la Confitería del Molino. Doblo hacia el este: mis pasos tienen
un objetivo preciso, que se encuentra en el extremo opuesto del gran conjunto
de plazas. Dirigiéndome a él paseo la vista por los elementos del paisaje
urbano, tantas veces recorrido y acariciado en los recuerdos. El monumento a La
República, con su estanque ornado con esculturas de caballos, dioses con
cántaros, animales fabulosos y niños que simbolizan la Paz. La fuente, cuyos
juegos de agua alguna vez supieron danzar en festín multicolor al ritmo de la música
clásica. En las alturas del edificio de enfrente, los dos colosos —de niño los creía
gárgolas, o una dupla de demonios—, golpeando la enorme campana del reloj. También
enfrente, el cine Gaumont. Me asalta la nostalgia de películas legendarias
proyectadas en su formidable pantalla.
Queda atrás el monolito del Kilómetro Cero, y el
eterno Pensador de Rodin. Cruzo la Avenida de Mayo y llego a destino.
Ubicada frente al teatro Liceo, la plaza Lorea es pequeña,
aunque orgullosa de seguir ostentando su nombre desde la época del Virreinato.
De hecho, es la única de las setecientas plazas de Buenos Aires que conserva su
denominación original. Me detengo al pie de la estatua de José Manuel Estrada.
Este humilde rincón porteño, desconocido para
muchos, atesora la historia que les voy a contar.
Nacido en Villafranca, Reino de Navarra, el vasco
Isidro Lorea llegó de muy joven a Buenos Aires, en 1757. En su tierra natal había
estudiado arquitectura, y dominaba como pocos el oficio de ebanista. Informado
de que en la Gobernación del Río de la Plata no existían tallistas de su nivel,
se decidió a cruzar el océano para desarrollar su arte en las colonias. A poco
de llegar abrió una ebanistería, y se dedicó además a la importación de maderas,
que reservaría casi exclusivamente al arte sacro.
En 1768 desposó a Isabel Gutiérrez Humanes de Molina
y Echeverría, hija de una familia aristocrática que le abrió las puertas de la élite
porteña.
La prosperidad no le fue esquiva, y su creciente
patrimonio le permitió adquirir, en 1782, dos hectáreas en el “hueco de La
Piedad”, como se llamaba a la zona por su proximidad con esa iglesia. Siguiendo
el consejo de su amigo, el marqués Rafael de Sobremonte, a la sazón secretario
del gobernador Vértiz, hizo construir una plaza dentro de su propiedad, para
destinarla como parada de carretas que abastecían a la ciudad con cueros, lana,
grasa, maíz, cebada, trigo y otras mercancías. En recompensa por este
emprendimiento tan útil a la población, Lorea quedó dispensado de pagar
impuestos.
Donó a la comunidad una parte de su terreno, bajo condición
de que portara su nombre a perpetuidad. Sobremonte lo aprobó. En la porción restante,
creó un mercado con recovas que permitía comerciar los bienes que traían las
carretas; estaba circundado por algunos hospedajes y barracas que servían de depósito.
Esto propició la formación de un poblado
mínimo, que con el correr del tiempo derivó en el barrio de Monserrat. Finalizando
el siglo XVIII y durante las primeras décadas del siguiente, el Mercado de
Lorea era tan popular que hasta los indígenas se acercaban a vender, o a trocar
por caña, yerba, azúcar y tabaco, sus tejidos, boleadoras, plumas de avestruz y
quillangos de cuero de zorro, gama y liebre.
Las actividades mercantiles no distraían a Isidro de
aquello que lo había traído a estas playas. En su taller de ebanistería nació
la dorada gloria que aún hoy esplende en los retablos de
la Catedral Metropolitana y de la iglesia de San Ignacio, la más antigua de
Buenos Aires. Talló el retablo mayor de la iglesia de los Frailes Capuchinos, el
de Santa Catalina de Siena, el púlpito estilo rococó de la basílica de San
Francisco, y realizó diversas obras para instituciones y personas influyentes de
su época.
Durante la segunda invasión inglesa, las tropas de
John Whitelocke avanzaron hacia el predio de Lorea con la intención de saquear su
propiedad. Isidro, con el apoyo de sus esclavos, organizó la defensa. Hay quien
dice que esta consistió en improvisadas barricadas y una peonada munida de horquillas,
guadañas, machetes, picos y demás trastos de labranza, además de alguna
escopeta o trabuco. Hay quien tacha de insensatez enfrentar a aquellos soldados
profesionales con recursos tan precarios. Y hay quien piensa que es menester un
importante par de cojones —por utilizar el término de los pagos natales de don Isidro—
para decidirse a acción semejante. Lo cierto es que el batallón inglés venció la
frágil resistencia, y las bayonetas no tardaron en herir de muerte a Lorea y a su
esposa. Él fallecería el 9 de julio de 1807, Isabel Gutiérrez Humanes pocos días
después. Los invasores ejecutaron a los esclavos y saquearon la casa y sus
almacenes.
Al pie del monumento de Estrada, en el lugar preciso
donde el matrimonio Lorea fue abatido, me quedo ensimismado por unos instantes,
evocando recuerdos prestados por textos y crónicas. Desde la avenida, un
eventual bocinazo me trae de vuelta al presente, y decido reanudar la caminata.
Rodeo la plaza, y la mirada ahora se encuentra con ese ombú añoso, a cuya
sombra tantas veces me senté a escribir —algún párrafo de alguna novela que
terminó viendo la luz, o de alguna otra que nunca llegó a verla—, o simplemente
a meditar, sin conocer entonces la historia de mi antepasado y los hechos
sucedidos tan cerca de ese lugar, tan lejos en el tiempo. Paseo por las plazas
que fueran de Isidro Lorea, el ebanista mártir de las invasiones inglesas, y
las siento un poco mías.