Dhalia

Martes, 13 de junio de 2006
  
Francisca pasea a su nieto en el Museo de Ciencias Naturales de Buenos Aires. Entran en la sección de los Mamíferos y se detienen frente al esqueleto de un elefante. Ella lo observa, sabiendo a qué elefante perteneció.
Sí que lo sabe. Al igual que unos cuantos memoriosos.
De todos modos, lee para sí la placa, sin prestar atención a los pormenores científicos. Silabea casi la última frase:

ESTE ESQUELETO PERTENECE AL ELEFANTE ‘DHALIAS’, QUE DURANTE MUCHOS AÑOS VIVIÓ EN EL JARDÍN ZOOLÓGICO DE BUENOS AIRES.

Francisca levanta la mirada, busca esos pequeños orificios en el cráneo. Triste, ausente, oye que su nieto la llama desde una remota distancia, pero no le responde. Toda su atención se enfoca en la gran osamenta, y en la transformación que, con los ojos de la nostalgia, sólo ella puede ver: el armazón muerto va recubriéndose de carne palpitante, de una piel rugosa y oscura; en las cuencas vacías aparecen vestigios de eternidad, que titilan con leves esplendores hasta fulgurar en ojos que la miran, acaso sonrientes, como aquella primera vez.
Las paredes del museo se desintegran, y alrededor se extiende el soleado escenario del zoológico, un domingo, más de medio siglo atrás…


Primavera de 1942

DHALIA, LA MAYOR ATRACCIÓN DEL JARDÍN ZOOLÓGICO. Francisca lo había leído en alguna parte. Y aquí estaba ella, de pie junto a sus padres, caja de galletitas Bagley en mano, observando al grupo de chicos que, inquietos y gritones, se apiñaban frente al corral del elefante. No podían controlar su impaciencia por dar una vuelta a lomos del coloso.
—Es mansito, Francisca —dijo su padre—. ¿Querés ir?
Ella miró a Dhalia, intimidada por su enormidad y, al mismo tiempo, atraída por la promesa de vivir una tarde diferente. El entusiasmo de los pibes allí apiñados también la alentaba.
Tengo nueve años, se dijo, y esos chicos son más chicos que yo.
Todavía dudando, buscó en la caja una galletita con forma de elefante. No la encontró, así que sacó una que parecía un hipopótamo —¿o sería un rinoceronte con el cuerno partido?— y la arrojó hacia el animal. Dhalia la recogió de entre el barro con la trompa y se la llevó a la boca. Miró a la niña con sonrisa agradecida, invitadora.
—Voy —dijo Francisca, y se sumó a la fila.
Ser la única nena del grupo la hizo sentirse valiente. Bueno, valiente… ¿Y si ese elefante —tan mansito, como su papá aseguraba— de pronto se volvía loco y los aplastaba a todos y se los comía? Pero el cuidador estaba de lo más tranquilo. Y Francisca se acordó de algo que había leído en Billiken: los paquidermos son herbívoros. O sea, que carne no comían.
El momento llegó. El cuidador la ayudó a subirse al lomo del gigantón arrodillado, y tras ella a cuatro chicos más. Se acomodó él mismo a la cabeza del pequeño contingente y ordenó a Dhalia levantarse. A Francisca la sacudió un estremecimiento cuando la mole se irguió para alcanzar sus tres metros de altura y echó a andar con parsimonia, haciéndola bambolearse con cada paso.
De pronto, el último vestigio de temor se esfumó, y en su lugar aparecieron la euforia y una apasionante sensación de poder. Encaramada sobre ese titán con alma de cordero, Francisca pudo ver el mundo desde otra perspectiva: la de una amazona de lejanos imperios conquistando el Zoo.
La amazona agitó una mano saludando a sus padres, con una sonrisa que le duraría toda esa tarde, y muchas otras.


Desde entonces, ir al zoológico se convirtió en un paseo que Francisca reclamaba cada fin de semana. Perdió la cuenta de las veces en que había paseado en ancas de Dhalia. Los cisnes y flamencos la tenían sin cuidado; los paseos en pony o sulky la dejaban indiferente; lo mismo el recorrido en camioncito, los juegos y la calesita. Monos, rinocerontes, jirafas, osos y leones constituían un pasatiempo soso antes del plato fuerte de la tarde. Incluso Cango, la joven elefanta compañera de Dhalia, le pasaba inadvertida. La pobre bestia solía mantenerse a un lado, observando con sonrisa tristona cómo esos cachorros de dos patas se trepaban sobre su pareja, la verdadera estrella del Zoo.
Francisca se encariñó con Dhalia como si fuera su propia mascota. Llegó a jugar con él —haciéndolo trotar a través de una jungla de la India— hasta en sus mismos sueños.


En una ocasión, dejando atrás el cerco de Dhalia, Francisca preguntó:
—¿Por qué tiene nombre de mujer, papá, si es macho?
El papá torció la boca con gesto de duda y contestó:
—No lo sé… supongo que no se fijaron bien cuando nació. ¿Dhalia es un nombre de mujer?
Ahora fue Francisca la que se mostró insegura.
—No sé —dijo—. Supongo. Al menos, suena como de mujer.
Anduvieron un rato en silencio. En un momento, Francisca frunció el ceño y comentó:
—Dhalia parece contento de pasear a los chicos. Pero igual debe sufrir mucho: todo el tiempo encerrado, tan lejos de su casa, de su familia…
—Ya debe estar acostumbrado, Francisca. Lleva ahí unos cuantos años.
Ella contrajo los labios, reacia a dejarse convencer tan fácilmente. Como hablando consigo misma, dijo:
—Ojalá Dhalia tuviera las orejas de Dumbo, para salir volando y ser libre.


Jueves, 20 de mayo de 1943

Como todos los días, el papá volvió de trabajar a la hora de la merienda. Llegó con su encantadora sonrisa de Clark Gable —eran palabras de su madre: Francisca no conocía al fulano—, bien trajeado, el sombrero puesto y su portafolio de cuero. En el conjunto faltaba algo, un elemento que valió el comentario de la mamá:
—No trajiste el diario.
El papá fijó la mirada en ella. Si bien no era una mirada severa, Francisca entendió que claramente significaba “No preguntes”.
Un rato más tarde, Francisca los oyó cuchicheando en la pieza. ¿Estarían discutiendo? Se acercó en puntas de pie y escuchó escondida tras la puerta:
—¿No te enteraste? —dijo el papá—. Sacrificaron al elefante.
—¿Qué elefante?
—El del zoológico. Cuál va a ser.
Francisca sintió un vacío en el estómago.
—Por eso no traje el diario —dijo el papá—. Para que Francisca no se...
—¿Mataron a Dhalia? —preguntó ella abriendo la puerta.
La miraron asustados, sorprendidos en falta. Luego de titubear un momento, con odiosa compasión —casi una disculpa—, el papá dijo:
—Se murió. Estaba enfermo.
—Vos dijiste que lo mataron —dijo Francisca, la voz y la mirada acusadoras—. Dijiste "sacrificaron".
—Estaba enfermo —él inclinó la cabeza—. Y... y tuvieron que sacrificarlo. Para que no sufriera más.
A Francisca se le nubló la vista.


En los días siguientes, entre comentarios de los vecinos, algún programa radial y rumores que oyó en el colegio, fue enterándose de más detalles sobre la tragedia. Aquel “Estaba enfermo, y tuvieron que sacrificarlo para que no sufriera más” había sido una mentira tan amable como inútil.


Miércoles, 19 de mayo de 1943

En el interior del Templo Hindú —nombre que en el zoológico se da al pabellón del elefante—, Dhalia arrastraba con nerviosismo la pata encadenada. Tanto tironeó, que terminó por desgajar uno de los eslabones.
No fue un hecho accidental, sino parte de un propósito, un mandato del instinto que desde hacía tiempo bullía en su cabeza. Y ya nadie podría evitar que se cumpliese. Ese día terminaría para Dhalia la eternidad de su miseria. Dejaría de ser LA MAYOR ATRACCIÓN DEL JARDÍN ZOOLÓGICO, volvería a ser libre.
Salió del pabellón y corrió por el perímetro interno de su corral, barritando con frenesí. Ante los estremecidos visitantes, comenzó a embestir los barrotes.
El director del Zoológico ordenó la evacuación, hizo cerrar y llamó a la Policía. Se presentó una decena de efectivos armados con fusiles Mauser, quienes tomaron posiciones frente al corral.
Para evitar la matanza inminente, el cuidador de Dhalia preparó una torta de cereales mezclada con más de medio kilo de bromuro —método que, a la hora de calmarlo, en otra oportunidad le había dado buen resultado—. Esta vez, Dhalia no quiso probarla. Unos empleados del zoológico le lanzaron agua con una manguera, pero agravaron la situación: el elefante arremetió con más violencia contra el vallado, hasta que consiguió quebrar un barrote.
—¡Fuego! —ordenó el jefe del pelotón.
El primer disparo acertó en la frente. De la herida brotó un torrente de sangre.
La elefanta Cango se cruzó en la línea de fuego, acercándose a Dhalia. El oficial al mando dio la orden de cesar los disparos.
Con su trompa, Cango acarició la frente de su compañero, luego arrancó una mata de pasto y con ella le enjugó la sangre. Los integrantes del piquete observaban pasmados.
Pero a Dhalia no le interesaba ser compadecido, sino la libertad. Volvió a arrojarse contra la reja, agrandó el hueco practicado en el choque anterior y, a través de él, logró sacar medio cuerpo.
—¡Fuego! —volvió a ordenar el oficial.
Una vez más resonaron los Mauser, y el tronar ya no cesó. Por espacio de una hora, treinta y cuatro balas se incrustaron en el cuerpo de Dhalia. Los rugidos de los otros animales no consiguieron ahogar sus alaridos, que gradualmente se convirtieron en un sollozo agónico.
El último disparo hizo blanco en uno de sus ojos. Dhalia se arrodilló, y en esa posición murió.


Martes, 13 de junio de 2006

Abue, ¿estás llorando?
Francisca se pasó un pañuelo por los ojos y contestó:
No, querido. Se me debe haber metido una basurita en el ojo.
Mentira gastada, si las hay. Pero era preferible decir eso a estropearle el paseo a su nieto. Le ahorraría la amargura, y evitaría torturarse a sí misma con un oscuro recuerdo: un año después de la tragedia, había venido a este mismo museo, en excursión con el colegio, y se quebró en llanto ante el cuerpo embalsamado de Dhalia, mucho antes de que la piel rugosa fuera desechada por encontrarse en pésimo estado.
Finalmente, con gran esfuerzo, Francisca dio la espalda a los restos de Dhalia. No así a la memoria de aquel viejo y enorme amigo de los pibes. Y de aquella conquistadora que, sentada sobre su lomo, seguía saludando a sus padres, alguna lejana tarde de un domingo soleado.


NOTA DEL AUTOR: Este relato está basado en hechos reales, documentados en el diario La Nación del 20 de mayo de 1943, y desarrollados en un informe del escritor e investigador Horacio Ricardo Silva.